Amamos leer

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jueves, 18 de diciembre de 2008

Nuestras Tradiciones Venezolanas


La Navidad es una época del año en que los venezolanos derrochamos tradiciones; cada pueblo, cada ciudad lo hace a su manera y siempre con tintes nuevos de lo que nos va llegando. Pero nunca hemos dejado de disfrutar estas tradiciones. He aquí algunas de ellas:

El pesebre
El pesebre, de origen europeo, llega a nuestro país por medio de los colonizadores y quedó sembrado en el corazón de los venezolanos. Se hace con diversos materiales como papel pintado de colores que simulan los tonos de las montañas, bombillos, plantas naturales, casitas de barro. Anteriormente se le ponía musgo y lama (o barba de palo), pero por protección al ambiente ahora se le colocan plantas en macetas, o una grama plástica que venden los chinos y son totalmente re-usables, o brozas de madera pintadas. Los muñecos pueden ser de cerámica, barro, madera, trapo y hasta de fique u hojas de maíz. Las ovejas normalmente son plásticas, pero en la bella ciudad de Mérida hacen unas artesanales que son peluditas y hermosas. Son infaltables en un pesebre el río con un puente, la estrella de Belén, los pastores, las ovejas, los reyes magos que a medida que se acerca el 6 de enero deben ir caminando. En algunos pueblos (sobre todo los andinos) se le hace una novena al pesebre y se recorren las casas del pueblo, barrio, urbanización o caserío rezando el rosario y cantando aguinaldos. El pesebre se retira en algunas localidades después del 6 de enero o el 2 de febrero día de la Candelaria cuando se hace la Paradura. Dicen que el que hace por primera vez un pesebre en su casa debe continuar haciéndolo para toda la vida.

Las hallacas

Las hallacas representan el plato central de la cena de Nochebuena y fin de Año. Es un alimento mestizo porque en sus ingredientes se manifiestan las culturas europeas, africanas e indígenas. Hay un relato que cuenta el historiador y narrador Francisco Herrera Luque que la hallaca la inventaron los esclavos en la Colonia cuando, de las grandes comidas de sus amos, fueron juntando algunas de las sobras y las envolvieron en hojas de plátano. El caso es que hoy día es uno de los platos típicos más apreciados, de gran elaboración que implica hasta dos días de trabajo e involucra a todo el seno familiar; es una gran excusa para reunirse, conversar, celebrar y compartir. Se suelen preparar con harina de maíz, de la cual se coloca una capa delgada sobre la hoja de plátano, se le coloca en el centro el guiso que contiene carne de res, cerdo y gallina con aliños verdes y condimentos y se adornan (con aros de cebolla, lajitas de pimentón, aceitunas, alcaparras, uvas pasas); de acuerdo a la localidad suelen variar los ingredientes, por ejemplo, en lo andes le ponen garbanzos y el guiso va crudo por lo cual la cocinada de la hallaca suele durar 4 horas de hervor; en oriente le ponen ruedas de huevos sancochados; en los llanos, ruedas de papas sancochadas, etc. Luego se envuelven en forma rectangular y se amarran con hilo grueso llamado pabilo y se ponen en agua hirviendo. Cada grupo familiar suele ufanarse de que las “mejores hallacas las hace mi mamá”.

domingo, 14 de diciembre de 2008

La pequeña vendedora de cerillas


Si existe un cuento que leí con devoción en mi infancia fue "La pequeña vendedora de cerillas", el cual indudablemente me recuerda la navidad. Algunos críticos no ven en este cuento nada más allá del patetismo extremo dibujado en la desgracia de la niña; para mi, indudablemente representa la sensibilidad hacia el dolor que tanta falta nos hace. La niña pobre, como tantos en el mundo que no han escogido nacer en esas condiciones, encuentra un alivio a su condición en la luz divina de Dios. No es que pensemos en esa única salida, sino que nos hace falta, como humanos, tomar cartas en el asunto, ayudar, así sea con lo poco que podamos, a quienes nada tienen (y no estoy hablando de caridad paternalista). El cuento nos enseña a sentir compasión que es un sentimiento que también hemos perdido. Por eso, hoy quiero compartir este bello cuento de Hans Christian Andersen con ustedes lectores y para que ustedes lo compartan con sus niños.



La pequeña vendedora de cerillas.

Hans Christian Andersen

¡Cuánto frío hacía y qué espesa caía la nieve! Uno tras otro, los copos bajaban de lo alto persiguiéndose antes de caer al suelo.
-Hace un frío terrible- pensaba la pequeña vendedora de cerillas, recorriendo las desiertas calles en busca de compradores.
Cuando salió de su casa llevaba unas zapatillas que fueron de su madre y que, naturalmente, eran muy grandes para la niña. Pero aun este miserable calzado le faltaba entonces, porque una de ellas la había perdido al atravesar de prisa una calle en el momento en que cruzaban dos coches. La otra se la quitó un pilluelo.
Por estas razones, los pies de la niña estaban entonces completamente desnudos y helados en extremo.
Era la última noche del año, y durante todo el día anterior no había podido vender ni una sola caja de fósforos. No se atrevía a regresar a su casa porque, no habiendo ganado ningún dinero, temía que su padre le pegase.
¡Pobre niña! Muriéndose de frío y hambre, recorría las calles.
Los copos de nieve que caían llegaron a formar como una corona que circundaba su hermoso semblante.
Era la víspera del Año Nuevo. En esto pensaba la pequeña vendedora de fósforos cuando, muy despacio, pasaba tristemente por delante de las casas, brillantemente iluminadas.
En todas partes reinaba la alegría. La niña a través de las ventanas, y, aspirando las emanaciones que de estas salían, se preguntaba, sintiendo aumentar su hambre:
-¿Será algún pavo asado?
Si tan sólo hubiese podido ver la hoguera de las chimeneas y la fiesta que se celebraba en el interior de las casas, habría sido feliz.
En la mano derecha llevaba un paquete de cajas de fósforos y en su viejo delantal, cuyas puntas recogía con la otra mano, sostenía un paquete mayor.
Halló un rincón algo al abrigo de la nevada y allí se sentó. Recogió sus pobres pies helados debajo de la falda, pero en vano pretendía calentarlos.
Sus manos, asimismo, estaban yertas. ¡Cuánto le hubiera gustado encender algunos fósforos! Con uno sólo habría podido calentarse un poco, mas no acababa de resolverse. Por fin se decidió, y sacando uno de la caja, lo frotó contra la pared. ¡Qué felicidad! Se encendió, despidiendo un resplandor rojizo que la niña aprovechó para calentarse las manos. Aquella diminuta llama le pareció una hoguera. ¿Sería acaso un fósforo mágico?
Tal vez sí, porque mientras estuvo encendido, la niña creyó hallarse ante una gran estufa en la que ardía un hermoso fuego, y cuyas llamas se enroscaban en el aire en dirección a ella.
Adelantó sus pies para hacerlos entrar en calor; pero, ¡ay!, en aquel momento la llama y la estufa se desvanecieron.
La niña se hallaba de nuevo en la calle, con el fósforo apagado en la mano.
Sin poder resistir a la tentación, encendió otra cerilla. En cuanto se produjo la llama sucedió una cosa maravillosa. Su luz iluminó la pared, que se volvió transparente como una gasa, y la niña pudo mirar dentro de la sala.
Vio una mesa cubierta por un blanco mantel y una vajilla de porcelana china, en cuyo centro humeaba un pavo asado.
Y entonces…, el pavo saltó de la mesa con el cuchillo y el tenedor clavados en el lomo, y se encaminó hacia la niña; pero, ¡ay!, en aquel preciso instante se apagó el fósforo y se borró tan risueña visión.
Encendió otro, el tercero. La llama brillaba alegremente. Y entonces la niña se halló sentada al pie de un árbol de navidad, tan grande y espléndidamente adornado como cabe imaginar.
Centenares de pequeñas bombillas brillaban a través de las verdes ramas del árbol. Innumerables figuras pintadas miraban a la niña sonriendo. Esta alargó la mano para cogerlas; mas, por desgracia, en aquel instante se apagó el fósforo.
Pero las bombillas seguían ardiendo. Y se elevaron tanto y tanto, que la niña las vio brillar en el cielo como si fueran estrellas. Sin duda, no eran otra cosa.
Mientras miraba el firmamento vio caer una estrella.
-Alguien debe de haber volado hacia Dios –pensó la niña.
Su abuela, la única persona que había sido buena para ella, le había dicho que cuando cae una estrella es que un alma vuela hacia Dios.
La niña sacó otro fósforo de la caja. A la luz de su llama vio, de nuevo, a su abuela, que tanto tiempo antes la dejara para irse al cielo, y que la miraba con singular cariño y con expresión de felicidad que antes no tenía en el semblante.
—¡Oh, abuela! ¡Querida abuela, no me dejes! —gritó la niña.
Y temiendo que aquella amada visión desapareciese, encendió todos los fósforos que quedaban en la caja.
—¡Llévame contigo! ¡Oh, llévame contigo! —suplicó.
Los fósforos ardían con tan brillante luz que ni el mismo día hubiera sido más luminoso. La niña no había visto nunca a su abuela tan alta, tan hermosa y tan buena como en aquel momento. Cogió a la pequeña en sus brazos y se la llevó volando, por un camino de luz y alegría, hacia lo alto, a un lugar donde no se pasaba hambre ni frío, no se conocía el miedo ni la miseria.

En la helada madrugada, alguien encontró a la pobre niña en el rincón junto a la casa apoyada en la pared, con las mejillas amoratadas y una sonrisa en los labios. Había muerto en la última noche del año.

El sol naciente iluminó a la pequeña muerta, que sujetaba con fuerza en sus manos el montón de fósforos quemados.

-Quería calentarse -dijo la gente.

Pero nadie sabía las maravillas que había visto, ni que la abuela se la había levado a gozar del año nuevo en el reino de Dios.