De las noches sin aburrimiento.
Cuando pienso en narración oral, una imagen precisa llega a mi mente: las noches solitarias en mi casa, pobladas sólo por la voz de mi madre que se elevaba junto al humo del cigarrillo y se confundía en la canícula con el canto de grillos y chicharras. Su gran cama era el rincón de los cuentos para mi hermana y para mí; acostadas las tres mientras nos narraba nos hacíamos sólo una en la complicidad de la historia que según ella, se la había contado su abuela cuando iban juntas a la quebrada a lavar la ropa. Por supuesto, siempre terminábamos llorando, eran cuentos tristes sin finales felices y, a pesar de eso, al día siguiente esperábamos con el brillo en los ojos el mismo cuento.
Ese gusto no lo conseguí en la escuela, sólo puedo recordar que la maestra del tercer grado nos leía cuentos por el simple placer de entretenernos (bueno, en realidad fue la única que nos leyó cuentos). Y qué mágico era ese mediodía, en ese preciso instante yo sentía que era gente, dulce, linda y nos quería tanto como nosotros a ella. Recuerdo de esa época muchos cuentos hermosos que sonaban con fruición en su voz. A partir de allí comencé a leer cuanto libro cayera en mis manos: yo que había aprendido a leer a punta de "coquitos", que era incapaz de reconocer una "a" en una pizarra poblada de letras "a". Si bien las primeras quejas de mi madre eran porque no aprendía a leer y por que no me gustaba, las segundas eran porque no sacaba la cabeza de los libros y no la ayudaba en los quehaceres.
Quien cuenta un cuento se ha salvado.
Dice Facundo Cabral que hay que desconfiar de la gente que no canta porque algo está tramando, porque guardan algo malo dentro de sí; yo digo que hay que desconfiar de las personas a las que no les gusta un cuento, por lo menos un buen cuento, bien leído o bien narrado. Hay que ver la magia que encierra ese simple acto, esa atmósfera lúdica, casi de otro mundo que se forma cuando hay alguien que narra y otro que escucha. Se nota en el brillo de los ojos, en la sonrisa, en la transparencia de la voz. En ese preciso instante somos dioses, somos creadores. Tenemos el privilegio de forjar destinos, de ser héroes, princesas, villanos, bohemios, extraterrestres, animales, en fin, dejamos de ser el hombre o la mujer común de todos los días con el mismo rostro, la misma piel, el mismo sabor en la boca y entramos por la puerta de nuestros sueños. ¿Qué hay de malo en eso?
Quien cuenta un cuento se ha salvado porque ha soltado las amarras que nos impone el mundo, la sociedad, los prejuicios y hasta nosotros mismos para descubrir que seguimos siendo los niños que creían en el "Niño Jesús" o en "Santa Clos". Creo realmente que si en muchas ocasiones no hubiera tenido un buen cuento o una novela o un poema en mis manos habría abandonado todo y me hubiera echado al olvido como dice la canción.
Al final todos los caminos se bifurcan.
Aquello de que el hombre vive en una eterna encrucijada no es ficción ni frase de camino, es la verdad de la vida. En esa bifurcación debemos encontrar el sentido real de nuestra existencia. Ser docentes de título y de nómina no tiene gracia ni sabor. Como profesionales debemos imponernos retos, hasta llegar al sentido profundo de lo que es la enseñanza, no puede ser que pasemos cinco años en las aulas de la universidad para salir a dar clases de la misma forma como se las dieron a nuestros abuelos, a nuestros padres y a nosotros mismos. A hacer que ese ser maravilloso que es el niño repita la misma frase aburrida y sin sentido de "Mi mamá me mima", "Mi papá fuma la pipa" cuando los mimos los parecen haber quedado relegados única y exclusivamente para los bebés y las pipas son casi una reliquia de museo que la mayoría de los niños desconoce.
La sabrosa lectura en voz alta y la narración oral deben servirle al docente para inducir en el goce y disfrute de la lectura, que el niño llegue a ella por la vía del amor y del sentido profundo de la literatura, después de ese aprendizaje creo que cualquier otro tipo de texto resultará "un pan comido" para cualquier chico.
La gran falla de nuestra educación apunta siempre en el mismo sentido: nuestros estudiantes no leen. ¡Hemos errado y gravemente! Porque ni hemos inducido bien el aprendizaje de la lectura y la escritura ni hemos conducido el proceso posterior de la decodificación gráfica de la mejor manera.
¿Qué hacer para remediar el mal? Pienso que dándole al niño o niña la oportunidad de acercarse con otra mirada a los textos, permitirles todos los procesos cognoscitivos posibles en un clima de libertad. El docente de hoy debe ser más abierto que nunca, porque la gran paradoja de la posmodernidad es que hablamos de globalización mientras cada día somos más y más heterogéneos y, seguramente tendremos en nuestras aulas de clases individuos tan diferentes entre sí y con necesidades particulares a las cuales debemos responder lo más efectivamente posible.
¿Que se necesita un mago? Sí, debemos aprender a ser magos, no para mentir sino para encantar, para atraer, para enamorar, para acercarnos por lo menos al competitivo mercado de los medios que se están llevando todos los puntos a favor en la enseñanza de los niños.
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